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Si bien la extrema derecha está en auge en (casi) todos los países europeos, está claro que la amenaza del regreso –o la llegada– de un régimen de extrema derecha con aspiraciones autoritarias ya no infunde miedo en el corazón de los votantes.
Las elecciones italianas son un buen ejemplo: uno casi tiene la impresión de que cuanto más la izquierda llama ‘fascista’ a la coalición de derecha, más fuerte se vuelve esta última. Muchos votantes piensan que tales acusaciones rozan lo ridículo.
No se discute que los partidos de extrema derecha saquen a la luz la nostalgia de los años de Mussolini o Petain. Y la derecha fascista nunca ha desaparecido totalmente de las sociedades europeas.
Pero su connivencia cuando se trata de ideologías autoritarias –tanto las del pasado como las del presente, como en el caso del régimen de Vladimir Putin, que tanto ha fascinado tanto a Marine Le Pen como a Matteo Salvini– ya no repele a los votantes de a pie.
Entonces, ¿de quién es la culpa? Sin duda las nuevas generaciones –y yo soy una de ellas– ya no tienen la memoria ni la cultura histórica, y por tanto la comprensión, de lo que significa instaurar un régimen de extremas –tanto de derecha como de izquierda.
Los recuerdos que ya no están vivos sino que provienen solo de los libros de historia pueden ser perturbadores cuando se enseñan en la escuela, pero parecen de otra época.
“Hoy no sería posible”, escuchamos cuando se evoca el espectro del fascismo.
Probablemente no, o no de la misma manera.
Obviamente, Giorgia Meloni, la favorita en las elecciones italianas, no establecerá un régimen fascista si gana. De manera similar, Marine Le Pen, si llegara a ser presidenta, no establecería un régimen petainista. Pensar que lo harían es una ilusión.
Pero aun así, el resto de la clase política tiene una gran responsabilidad por permitir que la extrema derecha se despoje de su imagen de fuerza política inaceptable o indeseable.
La derecha, sin excepción y en toda Europa, ha abrazado la retórica de la extrema derecha para robarles votantes.
Pero algunos partidos de derecha también optaron por formar alianzas, antes o después de las elecciones, con la extrema derecha, abriéndoles así las puertas del poder.
El pecado original lo cometió Silvio Berlusconi ya en 1994, cuando llamó al gobierno al partido Alleanza Nazionale, sucesor del partido fascista MSI y precursor de los Fratelli d’Italia de Giorgia Meloni.
La izquierda, por su parte, hoy casi no tiene control sobre las clases trabajadoras, su base de votantes tradicional.
El Partido Democrático Italiano es la primera opción entre directivos y profesionales y votantes que ganan más de 3.000€ al mes y es percibido como un partido cuyo principal objetivo es mantenerse en el poder.
Mientras tanto, el Fratelli d’Italia de Meloni domina entre los trabajadores y jubilados.
El debate sobre el “valor del trabajo” dentro de la izquierda francesa también muestra esta desconexión entre los políticos de izquierda y las necesidades primarias de los ciudadanos.
El centro, en cambio, reúne tanto a los entusiastas del proyecto de Emmanuel Macron, por ejemplo, como a los moderados que rechazan el radicalismo pero están decepcionados por la debilidad de los partidos moderados de derecha e izquierda.
Así, cuando la apuesta centrista triunfa y el centro adquiere el monopolio de la moderación, deja tierra arrasada a su paso: sus competidores se radicalizan para diferenciarse y los extremos se convierten en la única alternativa viable.
Y luego resulta que el votante prefiere el original a la copia.
Y es en este punto donde se produce el error de los opositores políticos de extrema derecha: Consternados, convocan a la imaginación fascista o autoritaria en un intento de convencer a los votantes de que no den su voto a tal formación política.
Los debates fundamentales, que pueden tener un impacto en la vida cotidiana de las personas, son luego descuidados por los políticos y los medios de comunicación.
Y, sin embargo, no faltan: restricción, o incluso virtual negación, de los derechos de las mujeres y de la comunidad LGBT, la creación de un impuesto único al servicio de los intereses de los ricos, restricción de la protección social para los extranjeros, creencia en la teorías de conspiración del “gran reemplazo”, o más recientemente, la negativa a condenar los ataques al estado de derecho en Hungría.
En lugar de centrarse en la política, los partidos moderados a menudo denuncian el extremismo. Y no está funcionando.
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Las opiniones son del autor.
[Edited by Zoran Radosavljevic/Benjamin Fox]
