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Los niños víctimas de conflictos y violencia enfrentan barreras para aprender

Niño en la Franja de Gaza

Faquira tenía apenas 13 años cuando, en 2021, combatientes islámicos armados lo secuestraron de un barco en el norte de Mozambique. Lo llevaron a una escuela religiosa improvisada en el bosque y le dijeron que se endureciera ante la muerte que veía a su alrededor.

“Aprendí mucho sobre matar y vi a otros niños adiestrados con armas”, afirma. “Yo no llevaba un arma, pero me dijeron que el Corán decía que no debía tener miedo si mataban a alguien. Con el tiempo, me adapté a la violencia”.

Un año después, logró escapar y regresar a casa, donde busca recuperar la educación perdida. “Quería volver a la escuela e hice un esfuerzo para ponerme al día”, dice, expresando su deseo de poder, algún día, convertirse en un trabajador social como el personal que lo ayudó a readaptarse. “Ya no tengo pesadillas”.

En todas partes del mundo, los cierres temporales de escuelas y las perturbaciones causadas por las medidas de confinamiento por la COVID-19 provocaron que los niños sufrieran “pérdidas de aprendizaje” y presiones emocionales. Pero los efectos son mucho mayores para quienes viven en zonas afectadas por la violencia, se ven arrastrados directamente a los combates o la delincuencia y corren un alto riesgo de no poder reanudar sus estudios.

En muchas regiones en conflicto, se han cerrado o destruido escuelas. Incluso los niños que han regresado a sus hogares, como Faquira, se enfrentan a obstáculos para aprender (incluido el estigma) y pueden no sentirse dispuestos a volver a la escuela. Como consecuencia, es poco probable que alcancen su potencial, lo que a su vez limita el desarrollo futuro de sus comunidades.

Así, hoy en Mozambique, organizaciones como la Fundação para o Desenvolvimento da Comunidade están tratando de reintegrar a la sociedad a niños que fueron arrastrados a la insurgencia yihadista que comenzó en 2017 y condujo al desplazamiento de más de medio millón de personas.

“El mayor desafío hoy en día es que los miembros de la comunidad los señalen porque los niños formaban parte de un grupo armado. A veces, los rechazan y tenemos que trabajar mucho para asegurarnos de que los acepten nuevamente y tengan acceso a los servicios”, dice Suale Ussene, una de las trabajadoras sociales de la organización benéfica, con sede en la ciudad portuaria de Pemba, en la provincia de Cabo Delgado, en el norte de Mozambique.

La autora describe a niños secuestrados por militantes que han quedado marcados por sus experiencias y que, a menudo, se vuelven agresivos como resultado de ello. “Algunos tienen miedo de contar lo que vivieron”. Algunos acuden a la escuela armados con cuchillos. Otros, como Fiema, que ahora tiene 12 años y también está bajo el cuidado de Ussene, necesitan apoyo psicológico como respuesta a la violencia sexual que sufrió mientras estuvo retenida por militantes.

El proyecto, financiado con fondos de Unicef, ha ayudado a proporcionar apoyo psicosocial a más de 500 niños que fueron secuestrados por grupos armados, pero tiene dificultades para compensar la falta de educación general, ya que muchas escuelas han cerrado debido al conflicto en la región.

Si en Mozambique este tipo de perturbaciones han sido resultado de un conflicto militar, en Haití están más directamente relacionadas con la criminalidad.

Luca Chrislie, presidente de la organización benéfica Organisation des Coeurs pour le Changement des Enfants Démunis d’Haiti, que trabaja con niños vulnerables, estima que cuatro quintas partes de las escuelas de los barrios más pobres de la capital, Puerto Príncipe, están “ocupadas por bandas armadas, vandalizadas o quemadas”.

A pesar de las recientes y frágiles treguas entre bandas rivales del barrio, dice que muchos niños tienen que enfrentarse a milicias rivales, así como a la policía, cuando se desplazan en busca de estudio o trabajo. Los grupos opuestos defienden ferozmente sus territorios.

El costo sigue siendo otro obstáculo importante para la educación continua, dado que muchas de las escuelas de Haití son privadas y cobran cuotas que exceden los niveles que las familias pueden afrontar. En el limitado número de escuelas estatales, muchas familias desplazadas por la violencia también tienen dificultades para ingresar, porque no tienen documentos de identidad oficiales que les permitan inscribirse.

Chrislie dice que las actitudes de los niños afectados por la violencia también dificultan la educación. “Se han vuelto mucho más agresivos. Consideran que son los jefes y que los demás deben respetarlos. Hacemos todo lo posible para ofrecerles apoyo educativo y psicológico. Lleva tiempo. Han sido inculcados a la violencia y esperan la violencia de los demás”.

Dorismond Pierre Fils, coordinador nacional de la organización benéfica confesional Acción Pastoral para el Desarrollo Humano Haití, que ha supervisado recientemente un programa de formación profesional para jóvenes, señala otras explicaciones: “Si un niño se integra en una banda es porque no tiene oportunidades profesionales. Hay muchos que quieren otra vía en la vida”.

Su grupo concluyó recientemente seis meses de capacitación para 90 jóvenes en habilidades prácticas que conducen a trabajos autónomos locales, desde alicatado y construcción hasta conducción de vehículos pesados, instalación de ventanas, salón de belleza y trabajo en gasolineras.

Pero, al igual que Chrislie y sus homólogos en Mozambique, subraya lo limitado de la financiación que aportan el gobierno y las organizaciones internacionales para ayudar a los niños a ponerse al día con su educación regular, y mucho menos para proporcionar apoyo adicional a quienes fueron víctimas del conflicto. “Los ojos de los jóvenes están puestos en nosotros”, dice.

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Written by PyE

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